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Las experiencias populistas generaron ilusiones y frustraciones en distintos países y culturas.

Escribe Norman Robson*

Entre fines del siglo pasado y principios de éste, llegó a nuestro mundo el populismo, de la mano de auto denominadas izquierdas progresistas y encantó a las masas.

Desde entonces, imperó por años y años, hasta que el modelo se agotó y al mundo llegó el cambio de la mano de auto denominadas derechas liberales.

Pero no hubo tal cambio, sino que fue más de lo mismo: más populismo.

De ese modo quedó demostrado que no era una cuestión ideológica, sino una forma de gobernar, con excusas de izquierda o culpas de derecha.

El Populismo no es una ideología que responda a la derecha o a la izquierda, es una forma de gobierno, un régimen que no busca mejorar o transformar la realidad del territorio gobernado, sino que pretende recrear una sensación de bienestar que le sea simpática a sus gobernados, y, así, hacer que éstos lo sostengan en el poder por el mayor tiempo posible. Se trata de una potenciación efectiva de la demagogia.

Ahora bien, como esa práctica resulta ser económica y socialmente insostenible, llega el momento en que todo colapsa y el régimen, inevitablemente, cae.

A pesar de la evidente ilógica del modelo, los populismos proliferaron en el mundo de la mano de una izquierda progresista que nunca fue tal, y luego fueron reemplazados por otros populismos de derecha.

En unos y otros, el común denominador fue siempre el mismo: la pretensión de perpetuarse en el poder, sea para enriquecerse ilícitamente, o sea para vanagloriarse, por un bronce sobre un marmol.

  • Las experiencias populistas

Hubo una vez en que, por fin, los gobiernos llegaron al poder para garantizarnos todos los derechos habidos y por haber.

Se terminó de una vez por todas con el escarnio de la meritocracia, ese que nos obligaba a esforzarnos por cualquier beneficio.

Al mismo tiempo, todas las minorías comenzaron a ser reconocidas, sin importar su magnitud, y todos sus derechos se les fueron reconocidos, sin importar cuales fueran éstos. Y todos integramos alguna o algunas.

Paralelamente a todo ésto, fueron derribadas, una a una, todas las instituciones represivas que nos imponían un orden social establecido, desde la familia, el cura y el maestro hasta el policía, el juez y la ley.

De ese modo, recuperamos la libertad de ser y estar. Así pudimos autopercibirnos como se nos dé la gana.

Como si todo eso fuera poco, los gobiernos le sacaron la careta a los dueños de la verdad, esos creídos que desde los medios de prensa señalaban caprichosas y fantásticas realidades funcionales a los poderes hegemónicos.

De ese modo, recuperamos nuestra verdad individual. La nuestra. Nunca necesitamos que vengan extraños a contárnosla.

Desde aquella vez, los ciudadanos, gracias a aquellos gobiernos que nos devolvieron nuestros derechos, que nos liberaron de exigencias o condicionamientos, y que nos dieron la razón, logramos realizarnos en toda nuestra dimensión. Fuimos felices y comimos perdices.

Pero un día, de repente, descubrimos que habíamos saturado la vida de derechos y habíamos erradicado las obligaciones, habíamos exterminado la meritocracia y todos habíamos dejado de hacer lo mínimo indispensable para sostener el sistema, y éste había quebrado. Se había desmoronado.

Ese mismo día, también, nos dimos cuenta de que la multiplicidad de minorías nos había segregado en infinitos ghetos, todos en fricción con todos, sin unidad común alguna, sin el más minimo sentido de comunidad.

Y, además, descubrimos que esa realidad que acabábamos de descubrir estaba en duda, pues la propagación de múltiples verdades nos había tapado la verdadera realidad.

Por último, ese día, nos enteramos también de que las autoridades se habían diluido, no había quedado nadie que arbitrara orden o justicia de algún tipo.

Estábamos en pleno caos. Sólo sabíamos que, de repente, éramos ignorantes y pobres, mientras los gobiernos estaban huyendo.

De ese modo, nos invadió el miedo, el terror.

Las experiencias populistas generaron ilusiones y frustraciones en distintos países y culturas.

Habíamos pasado décadas creídos de que estábamos en el paraíso y, en realidad, habíamos caído al fondo del mismo infierno.

Era el fin del relato y habíamos sido víctimas de la propaganda.

Fue entonces que llegó el cambio, de la mano de autopersividos de derecha. Al fin venían a rescatarnos, y nos abrazamos a él esperanzados.

Pero, rápidamente, fueron más de lo mismo bajo un relato demagógico diferente. Aquellos nos habían vendido la panacea, éstos nos vendían recuperación y desarrollo.

Éstos como aquellos sólo querían el poder por el poder en sí, y la realidad no cambió, y seguimos siendo pobres, ignorantes, y engañados.

Para no perder votos, nadie nos dijo la verdad verdadera: que teníamos que sufrir.

Hoy, aunque soplan vientos de orden republicano, el populismo sigue arraigado a las costumbres políticas en distintos rincones de nuestro mundo.

Aún así, no todos escuchan el viento, y muchos quieren volver a las mieles qué supo regalarles el populismo. La República vino a nuestro rescate, pero no son pocos los que se le resisten.

Éstas fueron la ilusión y la frustración de la experiencia populista.

  • En la actualidad

Hoy, el diario del lunes nos muestra lo ocurrido, nos desnuda la trampa en la que habíamos caído.

No nos comimos un relato, nos comimos dos, y creímos que era posible vivir sin producir lo mínimo, usufructuando derechos sin cumplir deberes y obligaciones, sin autoridades de ningún tipo, en la oscuridad de las mil verdades, y divididos en miles de minorías.

Sumidos en esa ilusión, en distintos países y culturas, nos arriaron como estúpidas ovejas, y marchamos creídos felices y creyendo comer perdices.

Hoy deberíamos haber aprendido aquel precepto sobre que cada individuo debe producir, por lo menos, lo que consume. Si no es así, quebramos.

Además, deberíamos haber aprendido que no podemos acceder a derechos si no cumplimos deberes y obligaciones. Es imposible.

Igualmente, deberíamos haber aprendido que no podemos dividirnos en más y más minorías, ya que eso atenta contra la concepción de comunidad.

Inclusive deberíamos haber aprendido sobre la importancia del rol de las instituciones, indispensables para el progreso y desarrollo individual y común.

Y también deberíamos haber aprendido que la meritocracia es la forma justa de regir nuestro desarrollo.

Por último, también deberíamos haber aprendido que hay sólo una verdad, no miles, la cual, aunque puede ser valorada de forma particular por cada uno, no deja de ser una sola.

Sólo habiendo aprendido todo eso podremos recuperarnos de las ruinas en que nos dejaron los populismos.

En síntesis, cada una de las experiencias populistas ha sido un flagelo que diezmó insólita y estúpidamente el desarrollo integral de pueblos riquísimos, y devastó patrimonios que costará décadas recuperar. Para no repetirlo.

*Periodista argentino. Director de Gualeguay21, en la provincia de Entre Ríos

**Las opiniones de los columnistas son de su exclusiva responsabilidad en ejercicio del derecho constitucional a la libre expresión sin censura previa y no necesariamente reflejan la línea editorial de SRSur News Agency

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